martes, 17 de enero de 2023

CIELO TINTO

Siempre preferiste el vino a la cerveza,

el horizonte rojo de las tardes me lo recuerda.

Es como si una copa de tinto se derramase entre las nubes cuando el sol se acuesta;

¿qué se prende en el cielo cuando nuestras miradas se encuentran?

A sus atardeceres rojos se acostumbraron mis ojos,

pero nunca me acostumbré al azul de tu mirada, 

que apagaba cualquier llama hiriente de mi pecho,

y que hizo que pasase lo que pasase siempre te amara. 

El sol se oculta y viene la luna,

pero mi sol siempre arde y tú tienes la culpa.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

AMARTE

 Existen diferentes maneras de enamorarse. De ti me enamoré porque me ayudaste a quererme tal y como soy. Entre otras muchas cosas. La luz de tu alma inmensa me enseñó el camino y me hiciste comprender lo mucho que valgo. Me pareció increíble que desearas conocerme más de lo que yo he deseado conocerme nunca. Insististe en que yo era un alma pura. Aunque puro y verdadero era lo que sentías por mi. Me decías que querías aprender de mí, de mi forma de controlar las emociones. Sin embargo, fuiste tú quien me enseñaste muchas cosas a mí. Me enseñaste tanto en tan poco tiempo... No dejo de preguntarme cuántas cosas me quedaron por aprender, y cuánto me quedó por conocerte. 

Aunque existen muchas maneras de enamorarse, nunca habríamos podido imaginar la que estaba escrita para nosotros. Era imposible imaginar que la distancia no sería un obstáculo, que más allá de estar enamorados estábamos unidos por algo que nunca entenderemos del todo. Descubrimos que sanarnos mutuamente era solo uno de los motivos de habernos encontrado. Que nos habíamos echado de menos sin saberlo.

Ahora sabemos que querernos era algo lógico, que era imposible que no ocurriera, porque era la consecuencia de algo mucho más grande, algo que no tiene nombre, pero que está lleno de belleza. Es la Belleza misma. ¿Cómo se abrazan dos seres cuando están cerca? Con amor. ¿Cómo se abrazan dos seres que están lejos y se aman? Viajando con sus almas al encuentro del otro para sentir su calor. Sin moverse, sin pensar, quitándoles las cadenas a sus almas para que tomen el mando. Pobres almas que habitan prisioneras en cuerpos que las atan, que solo se encuentran en sueños, o en ocasiones en que se hacen falta; pero siempre, siempre se aman. No llegamos a hacernos una sola foto juntos. Es como si hubiésemos querido vivir cada segundo sin pensar en el futuro, porque las fotos están para recordar, para viajar al pasado. Y nosotros queríamos atrapar el presente, como si supiéramos que cada encuentro podía ser el último; ¿para qué perder el tiempo fotografiándonos si podíamos estar abrazados, riendo, hablando, siendo uno? Si sé que todo aquello sucedió es porque te llevo dentro, y porque a veces tiemblo, y porque te siento y tú me sientes. Y porque sin importar el tiempo y la distancia, nos seguimos abrazando. Por eso sé que fue y es real.

Existen muchas formas de enamorarse. Pero solo hay una forma de amarte a ti, y de amarme a mi, y tú lo entendiste mejor que nadie.

viernes, 25 de noviembre de 2022

MONTAÑA RUSA

 



Has vuelto. Tal y como prometiste. Puede que me caracterice por ser pesimista, pero he pasado el peor mes de toda mi vida.

Me has escrito de repente, contándome un montón de cosas que has estado haciendo durante este tiempo. Y me ha encantado, y de pronto he sentido como una nube apoderándose de mi mente.

Más de doce horas después, debería estar contento pero por alguna desconocida razón no lo estoy. Tal vez sea porque el dolor de este mes ha sido demasiado fuerte y profundo, y eclipsa cualquier posible alegría, incluso la de tu regreso.

Incluso me has dicho que me escribiste un poema.

Sigo estando triste. De hecho me sentía más estable ayer. Tu vuelta me ha alterado. Resulta curioso como a veces, lo que más esperamos o deseamos puede ser lo que menos nos conviene. Pero tú me convienes. Solo que tu luz me ha cegado. Te quiero, y no podré querer a nadie más. Nunca.

Ahora estoy instalado en esta montaña rusa de emociones que desmenuzan mi alma, de pensamientos que me hacen perder el juicio. Ojalá encontrar de nuevo la claridad.

sábado, 5 de noviembre de 2022

DUELO

 



Me dijiste que estuviera tranquilo, que no te ibas a ir. Insististe en que estuviera tranquilo. Pero no soy idiota. Incluso aunque vuelvas, me pregunto de qué forma lo harás. Si has tomado la decisión de alejarte, aunque no te vayas, supongo que es porque ya no me quieres. Y, si me quieres, has decidido dejar de hacerlo. Por tu propio bien. Porque nuestro problema, de todos tus problemas, era el último que debías resolver, y supongo que así es como lo haces.

Supongo.

Debo suponerlo casi todo porque, como casi siempre, no estás dispuesta a hablar. Te escusas en tu derecho a no dar explicaciones de nada para evitar las conversaciones entre dos adultos que creo que me merezco. No te pido explicaciones, solo que me ayudes a entender para poder seguir mi camino sin un trauma que cada vez es más grande y más profundo, o, al menos, aminorar los daños cuanto sea posible. Suponer induce al error en la mayoría de los casos, conduce a malinterpretar, porque todo son palos a ciegas, y te obliga a guiarte por tu propio juicio, ese que tienes tan nublado porque estás solo y no tienes quien te aconseje, ni en quien apoyarte para que te dé un poco de luz para que tus pasos no sean tan erráticos en ese camino incierto e insano que es tu vida. Has perdido el juicio hace tiempo y te limitas a existir y a dar bandazos de un extremo del día al otro.

Así que, mientras no estés, he decidido empezar un duelo. Un duelo que llevo un año y siete meses postergando porque no quería ver la realidad. Me duele pero es verdad: yo solo he estado en tu vida porque necesitabas apoyo, y ya no me necesitas. No te estoy diciendo que me utilizaras a posta. De todas las personas que me han utilizado emocionalmente a lo largo de mi vida, creo que nadie lo ha hecho conscientemente. Ella tenía razón; ¿recuerdas que te lo dijo un día en que tú le confesaste lo nuestro? Por algo ella estaba haciendo la carrera de psicología.

Me he puesto una pulsera negra con una mariposa negra. Y un shungit negro con forma de triángulo hacia abajo. La pulsera es porque a ti te encanta el símbolo de la pariposa, por su significado de transformación. Yo quiero enterrar esa mariposa y que se transforme en algo mejor. El shungit es porque cuando salíamos me dijiste que querías regalarme uno, porque me ayudaría a tener estabilidad emocional. La pulsera me la he puesto junto a la pulsera de H que me hiciste y que no me he quitado ni un día; el shungit, junto al ojo de tigre. Los colores dejan paso al negro, y cuando la oscuridad lo devore todo y mi alma quede vacía de ti, estaré preparado para quitarme esos símbolos. No sé cuánto tiempo necesitaré, a lo mejor guardo duelo eternamente. No sé si estaré preparado alguna vez; seguramente, aunque te olvide mi vida seguirá sin tener sentido. No puede tenerlo después de haberte conocido para marcharte después.


miércoles, 2 de noviembre de 2022

LA PERSONA CORRECTA EN EL MOMENTO INADECUADO

 Te escribo aquí porque ya no quieres que te escriba a ti, y porque nunca podrás leer estas palabras a menos que te las sirva en bandeja. Aún no consigo asimilar que al fin decidieras alejarte de mí, cuando hace nada te encantaban mis largos mensajes de cada día, llenos de amor, de ganas de cuidarte y de intenciones de alegrarte. Pero, al mismo tiempo, comprendo que era cuestión de tiempo y que demasiado habías tardado en llegar a ese punto.

Te conocí en el peor momento de tu vida. En un primer momento, fuiste tú quien me hiciste saber de tu existencia, pero fui yo el primero en sentir que había conocido a una persona excepcional. También fui yo el primero en enamorarse, aunque sabía que era imprudente dejarme llevar y dar rienda suelta a mis incipientes sentimientos porque tú tenías pareja.

Cuando nos dio por querer conocernos a fondo hacía ya más de dos años que éramos amigos, pero casi de repente nos dimos cuenta de que algo nos atraía inevitablemente. Al principio tú no querías admitir lo que empezabas a sentir, y hasta que nos dimos aquel abrazo no comprendiste lo que te había estado ocurriendo conmigo. Pero a partir de entonces cada día estuvo lleno de magia, de la que solo parece existir en antiguas leyendas celtas, y de amor. Queríamos conocernos bien para saber cuidarnos mutuamente, y yo tenía puesta una coraza que, poco a poco, tú me ayudaste a quitarme aún yo sabiendo el riesgo que eso suponía. Sentimos H, una letra para un vínculo que no tiene nombre, que nos hacía sentir las emociones del otro a larga distancia, también el malestar físico o, incluso, la excitación y el placer sexual. Veíamos los colores en la mente del otro, hasta algunos de sus pensamientos. Llegamos a la conclusión de que nuestras almas se habían estado buscando toda la vida, puede que desde hacía varias vidas. No era normal, era tan maravilloso que aquella forma de amarse no se había descrito en ninguna obra literaria o ensayo. Queríamos construir un futuro juntos, y yo, al fin, sentí que había encontrado mi hogar en ti, ese que no he tenido nunca. Fuiste la única persona que he conocido que supiste valorarme, que te fascinaba cada detalle que descubrías de mi, haciéndote querer descubrir más. Me hiciste pensar, por primera vez, que me merecía a la chica con la que estaba. Pero... no era el momento. Te quería y tú me querías. Nos queríamos como nunca habíamos querido a nadie, pero no fue suficiente.

Un día estallaste por todas las circunstancias que te rodeaban. Tomaste la decisión de romper con tu novia, pero no por mí, ni para estar conmigo, sino para empezar de cero, reconstruirte. Sola. Lo que al principio pareció que iban a ser unas semanas sin vernos, ha acabado siendo más de año y medio y no creo que volvamos a vernos. A estas alturas ya ni siquiera hablamos, solo algún mensaje suelto de vez en cuando. Hace poco me dijiste que querías distancia, porque te sabía mal responderme de forma fría o dejar mis mensajes leídos. Ya no te escribo y me estoy muriendo.

Hace unos días, me felicitaste Samhain. Sentimos H. Y siento que fue la despedida final, el último abrazo de dos almas que nunca estarán juntas a pesar de que el amor que las unió era de otro mundo. Yo aún te amo. Dudo que tú sigas sintiendo lo mismo.

En realidad siempre has sido demasiado extraordinaria para mí, con toda esa luz que emanas, con tus habilidades mágicas, con esa forma tuya de amar, tu personalidad increíble, tu risa, tu vocación.

Y sí, me estoy muriendo. Tú eras lo único que daba sentido a este mundo. No encuentro sentido a nada después de haber conocido una de las verdades del Universo. No puedo vivir sabiendo lo que sé. La vida me desveló uno de sus misterios y no estaba preparado para ello. La vida esconde algo maravilloso, pero solo es maravilloso si no desaparece. Porque sé que nunca podré volver a amar, nadie me dará H, con nadie seré yo otra vez. No puedo, y me muero despacio. Cada día que pasa estoy más cerca de tirar la toalla. Me pregunto hasta cuándo aguantaré. Tengo el eterno nudo en el estómago, ese que solo contigo se deshacía; cuando te veía, después estaba varios días sin ese nudo. Ahora lo tengo, además de una especie de agujero que se me ha hecho, algo que no sé definir, tal vez lo contrario a H, y ha aparecido un nudo también en mi corazón, algo que no había sentido hasta ahora. También, cada día que pasa estoy más enfermo. Tú no lo sabes, ni lo sabrás, pero estoy enfermo. Sé que no viviré mucho tiempo. Y lo peor es que no volveré a verte, que moriré antes de poder abrazarte una vez más.

Ojalá verte una última vez, es cuanto pido...

¿Por que tuve que conocer tu amor, si no me lo podías dar?

¿Por qué nos enamoramos si no podíamos estar juntos?

Solo espero que seas feliz, te lo he dicho siempre y es la verdad. Porque nadie se lo merece más que tú. Te quiero...




sábado, 24 de septiembre de 2022

SOY UNA MALA PERSONA

No había tenido este pensamiento hasta ahora.

Me he equivocado mucho en treinta y un años, pero es la primera vez que me siento de verdad como una mala persona. Y no es que últimamente haya hecho nada que amerite estos pensamientos, pero creo que es la única respuesta de por qué estoy tan solo. Creo que es la única respuesta de por qué lo he estado desde que tengo uso de razón. Creo que nunca me querrá nadie porque seguramente es lo que merezco. Nunca había pensado esto pero estoy solo y es la única explicación que encuentro, y la veo cada vez más razonable. Solo soy un instrumento, y muchas veces ni siquiera eso.

La pregunta es: ¿merecen vivir las malas personas?

Yo tengo clara la respuesta.

No puedo recibir amor, pero tampoco darlo. No puedo enamorarme porque solo sé hacer daño. Como te lo hice a ti aquella última tarde que nos vimos, y que después de año y medio sigue matándome por dentro. Fuiste el amor de mi vida, pero no eras para mí. Me dices que aún me quieres, me pides que no espere, aunque no descartas que algún día podamos estar juntos. Pero yo sé que no eres para mí. Porque tú eres buena y yo soy malo. Porque eres luz y yo solo soy alguien que se ha pasado la vida buscándola pero que nunca la encuentra.

Ya tengo demasiado dolor dentro, Sabiduría mía; nunca sabré amar por lo tanto nunca podré ser amado.

¿QUÉ ES EL AMOR?

 


A veces, a lo largo de mi vida, he creído tener la respuesta a esa pregunta, pero cada vez que he podido pensar que lo tenía cerca lo he perdido como quien intenta atrapar el agua con las manos.

Tuve un sueño cuando tenía once años. En él todos mis compañeros de clase tenían novia o novio; yo era el único que permanecía solo. Por supuesto los elementos de esta visión eran simbólicos y no podían interpretarse al pie de la letra. No significaba que todo el mundo a mi alrededor acabaría teniendo pareja, pero la parte que a mí me atañía, la que hacía referencia directa a mí, la que hablaba de una soledad eterna y creciente, se ha hecho realidad.

Es cierto que he tenido parejas, y amigos, aunque nunca supe lo que era tener una familia y desde pequeño me sentí solo y abandonado. Conforme fui creciendo pensé que dar el amor que tenía dentro sería la respuesta, aunque como no sabía lo que era el amor por no haberlo recibido nunca, cuando lo tuve que dar lo hice mal y el resultado fue la gran pérdida. Fui perdiendo amigos, perdí a mi única pareja, y a seres que llegué a pensar que tendría a mi lado para siempre.

No he tenido tiempo de saber qué es el amor.

El amor de familia nunca lo tuve.

La amistad, nunca llegó a ser tan sincera por parte de nadie como para perdurar. Solo una amiga tengo ahora, una de verdad, pero está lejos, muy lejos, siempre lo ha estado…

El amor de pareja… Tengo la enorme convicción de que nunca me han querido realmente. Siempre he sido un ser al que acercarse en momentos difíciles, alguien que aparecía aparentemente de la nada, con promesas de luz, redención, apoyo moral y… amor. Siempre fui solo alguien en quien apoyarse, de quien algunas personas creyeron enamorarse pero que, pasado el mal momento, comprendieron que no era amor y ellas mismas se alejaron. Una vez sufrí el engaño durante casi seis años. Otras veces apenas fueron meses de emociones que no llegaron a nada, y que la distancia siempre empañaban y acababan disolviendo.

Hace no mucho tiempo conocí al amor de mi vida. Pero ni eso fue suficiente. No bastó que ella me quisiera, porque la vida simplemente no tenía planeado que estuviéramos juntos, y nos destrozó a ambos, el amor nos hizo añicos en apenas mes y medio. ¿Cómo es posible que el amor pueda hacer tanto daño? Si es amor no debería hacer daño, ¿no? Y sin embargo nos destrozó.

No sé qué es el amor, pero sí sé que nunca lo tendré.

 

lunes, 18 de febrero de 2019

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martes, 13 de marzo de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 4


Conforme avanzaba por la pavorosa avenida, me daba la sensación de que los edificios me vigilaban al mismo tiempo que me flanqueaban el paso, así como los grotescos parterres y las espantosas gárgolas. Lo peor era que, por más metros que dejaba atrás, no me cruzaba con otras calles. Tampoco había plazas o monumentos, ni detalle alguno que rompiese con la perturbadora monotonía de aquel recorrido, propio de una pesadilla. Quería creer que estaba en mitad de un mal sueño, que en verdad no había despertado y que aquello formaba parte de los efectos secundarios de los que Bernard me había prevenido. Sin embargo las sensaciones se alejaban por completo de las que se tienen cuando se profundiza en el mundo onírico. Era demasiado vívido, excesivamente real, tanto en apariencia como en nitidez en cuanto a que podía hacer uso de los cinco sentidos, algo que en los sueños es imposible, pues siempre que estamos dormidos y cruzamos la puerta del plano astral se nos priva de alguno de ellos. Tanto los colores como las formas que me rodeaban resultaban ser de detalladas texturas; el sonido obsceno de los arroyos de sangre corriendo por la calzada llegaba hasta mis oídos con ominosa claridad; el tacto del suelo con mis pies era tan firme que, si se me ocurría pisar o patear el suelo con demasiada fuerza, no podía evitar experimentar un leve dolor; en el aire flotaba un olor a miel, lilas y jazmín, mezclado con el de flores de naranjo, que resultaba empalagoso, y mi nariz no se libraba de este aroma; en cuanto al sentido del gusto, no tuve oportunidad de ponerlo a prueba, aunque he de decir que, de haber tenido ante mí algún alimento de inmediato hubiera desechado la idea de llevármelo a la boca, pues seguro que cualquier cosa comestible generada en aquel mundo depravado no podía ser saludable. 

Si, como digo, me fiaba de la agudeza de mis sentidos, podía tener la certeza de que aquello era real. Por alguna extraña razón, conforme mis pies me conducían azarosamente hacia algún lugar indeterminado, iba olvidando ciertos detalles de mi propio pasado reciente, detalles que más tarde regresarían a mi cerebro, tales como la existencia del señor Keatin o, inclusive, de mi buen amigo Bernard. 

Empezaba a sumergirme en pensamientos que me asaltaban de improviso, dejándome estupefacto pero, igualmente, dando pie a desarrollarlos. Me preguntaba cómo volver a mi casa. Ahora más que aterrado me sentía desorientado. Me daban igual aquellas formas demoníacas de piedra y los demás elementos dantescos. Cuanto más caminaba más comprendía que, de algún modo extraño, había entrado en una calle de la que no se podía salir, por más que esto sonase incongruente. Lo único que me parecía que podía tener sentido es que, quizás, el punto por el que me había colado en aquella horripilante avenida había sido sellado u ocultado de alguna manera. Quizás alguien se había propuesto hacerme algún tipo de broma, aunque ignoraba el objeto de la misma, y no se me ocurría quién podía estar detrás de semejante inocentada de mal gusto. También llegué a pensar en cuánto había cambiado mi ciudad en tan poco tiempo, probablemente como reflejo de una sociedad decadente y de ideales marchitos, pero no llegué a plantearme siquiera cómo podía ser esto posible ni a razonarlo en lo más mínimo, ya que mi mente, cada vez más deteriorada, solo se limitaba a escupirme ideas sueltas; no era capaz de hacer cuestionamientos complejos. 

Magnitudes tales como el tiempo, que parecía no transcurrir, y el espacio, pues todo era igual sin importar cuánta distancia recorriese, daban la sensación de no tener cabida en ese lugar, y los únicos sonidos eran los de mis pasos (los cuales aceleraba cada vez más), mi respiración agitada y la sangre desplazándose. O, por lo menos, lo fueron hasta que una especie de mugido prolongado hizo que me estremeciera y me detuviera de súbito. Aquel ruido atroz llenó cada rincón del tenebroso paisaje y no pude intuir su lugar exacto de procedencia, aunque solo podía venir de uno de los edificios que me rodeaban, porque a esas alturas me costaba creer que más allá de estas oscuras construcciones hubiese algo. Durante un tiempo (si se me permite hacer uso de esta falacia, ya que, reitero, esta dimensión no existía allí) el corazón pareció que me iba a salir por la boca. Tardé mucho en relajarme. Seguramente porque la tranquilidad que había experimentado desde mi llegada había ayudado a que aquel nuevo ruido destacara mucho más. Pero cuando conseguí serenarme, retomé mi enloquecido paseo mientras me preguntaba quién en su sano juicio tendría un toro o una vaca encerrado en su casa, máxime cuando ésta estaba dentro de un edificio cerrado.

No tardé en escuchar de nuevo aquel mugido; me estremecí porque esta vez lo oí más cerca y con más fuerza, como si lo tuviera al lado. Giré la cabeza a mi derecha y mis ojos se posaron en la puerta de uno de los edificios, la cual estaba abierta. Me pregunté si había llegado al punto de partida, aunque según recordaba (si es que podía fiarme de mi memoria desgastada) la puerta de la que había salido se había cerrado en cuanto había salido de la casa; casa a la que no recordaba por qué había ido, pero eso no me importó en ese momento. Por tercera vez, el mugido vino a hacerme temblar. Sin embargo, por alguna razón que no cabría en ninguna mente cabal, algo me empujó a cruzar el arroyo de sangre y me introduje en el edificio, cuyo interior despedía una oscuridad impenetrable. No obstante me llevé una nueva sorpresa cuando crucé el umbral.
Me había imaginado que estaría en una torre con las paredes surcadas por una escalera de caracol que me conduciría hasta la cima, pero en lugar de eso me encontraba en un nuevo paisaje abierto. Esta vez, en lo alto de una colina carente de vegetación que parecía haber sufrido no hacía mucho las consecuencias de una tormenta de especial virulencia o monzón. Y es que era un enorme montículo de barro. En cuanto puse los dos pies encima me di cuenta de que aquello no era un lodo común, sino que había ido a parar a unas arenas movedizas. Para cuando me di cuenta de mi error fatal y quise reaccionar ya era tarde, pues ya empezaba a hundirme y el barro me trepaba hasta las rodillas; apenas habían hecho falta unos segundos para darme cuenta de que iba a morir allí. 

Mientras luchaba inútilmente por escapar de la fatalidad, pude ver por el rabillo del ojo el cielo violeta y las altas torres como obeliscos que lo pinchaban, a lo lejos. Pero eso no fue todo. Allí, a escasos quince metros, estaba la criatura que me había atraído con su canto infernal.







domingo, 25 de febrero de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 3



El señor Keatin traía consigo una silla de mimbre en su mano izquierda y una vela encendida, de color blanco, en la mano derecha, además de un semblante carente de expresión que estaba muy lejos de ser capaz de transmitir confianza, cosa muy diferente a lo que había sido propio en el mayordomo hasta hacía poco tiempo. Dejó la silla en el suelo, a escaso medio metro de donde yo estaba, y me indicó con el dedo que me sentara en ella. No me atreví a preguntar qué es lo que tendría que hacer, simplemente me limité a seguir las instrucciones que el señor Keatin me iba dando, obedeciendo a la voluntad de Bernard quien, desde su posición de moribundo, observaba la escena con los párpados prácticamente juntos. 

Una vez sentado, el señor Keatin se arrodilló frente a mí, y mientras acercaba la vela a mi rostro, dejando la llama a poco más de veinte centímetros de mi nariz, extrajo un reloj de plata del bolsillo de su chaleco y dejó que este se balanceara, sosteniéndolo del extremo de la cadena a la que estaba sujeto. Sin poder evitarlo, mi mirada abandonó la imagen de mi amigo Bernard y se posó en la esfera del reloj en el momento en el que éste terminó su balanceo y se quedó completamente inmóvil. La amalgama de estímulos resultante del movimiento de la aguja que marcaba los segundos, junto al sonido del tic-tac y el resplandor titilante de la llama que estaba a su lado, no tardó en producir en mí un efecto de relajación intenso que escapaba a mi entendimiento; era algo que no podía dominar, aunque recuerdo a la perfección cómo en ese momento me decía a mí mismo que debía mantenerme lúcido si quería permanecer a la altura de las circunstancias. Sin embargo ese no era el propósito del mayordomo, quien en voz baja, casi entre susurros, dijo:

-Déjese llevar, Charles. Permita que la calma se apodere de su cuerpo, de sus músculos, de sus huesos, de su torrente sanguíneo… y, sobretodo, de su mente. Relaje su mente, Charles. Observe la aguja y la llama, déjese llevar por las sensaciones que le producen. No piense, simplemente relájese… y duerma, Charles, duerma…

Todo esto lo decía el señor Keatin con un tono de voz sumamente pausado, con una musicalidad que me recordó al sonido que producen las flautas que utilizan los fakires en su famoso truco de encantamiento de serpientes. A pesar de la promesa que le había hecho a Bernard, estuve a punto de echarme atrás porque, de nuevo, la idea de estar sometido bajo la voluntad de otra persona me desagradó enormemente. No obstante yo ya no era dueño de mí mismo, aunque no era consciente de este hecho, y creí estar decidiendo seguir adelante con el proceso al tiempo que la voz de Keatin sonaba cada vez más lejana y notaba mi cuerpo cada vez más pesado, y mis ojos se iban cerrando poco a poco, sin que yo pudiera evitar empezar a dar violentas cabezadas que estuvieron a punto de derribar la vela que sostenía el mayordomo. 

Finalmente cerré los ojos con tanta firmeza que bien podría haber parecido que alguien les hubiese puesto un candado, pero justo antes de que esto pasara alcancé a percibir una imagen que me heló la sangre, aunque aún a día de hoy no estoy seguro de que lo que vi no fuera más que el producto de mi excitada imaginación. Como digo, algo llegué a apreciar sin que la magia del hasta entonces benevolente Keatin pudiera evitarlo, y fue la cara de Bernard saliendo de entre las mantas, revelando unos rasgos que no podían ser humanos; más allá de la piel apergaminada y agrietada como síntoma de la misteriosa enfermedad, me pareció intuir en la parte inferior de su rostro deforme una boca enorme plagada de dientes puntiagudos y afilados y una larga lengua bífida. Pero entonces lo único que pensé era que estaba en mitad de uno de esos sueños terribles de los que Bernard me había advertido, así que  solo pude dejarme llevar por la magia del mayordomo, sin darle más importancia al asunto. 

Todo esto pareció durar apenas un instante. Cuando quise darme cuenta tenía los ojos abiertos y seguía sentado en la incómoda silla que el señor Keatin me había proporcionado. No obstante, debí estar dormido más tiempo del que yo pensaba, y es que, como todos sabemos, en el mundo de los sueños los minutos y las horas transcurren de manera muy distinta a  como lo hacen en el mundo físico. Lo cierto es que la habitación se hallaba en penumbra. Solo el tenue haz de luz del débil alumbrado público que penetraba por la ventana daba un toque de iluminación a la estancia que, con la llegada de la noche, había adquirido un aspecto tenebroso. Además, el señor Keatin se había marchado, dejándome a solas con mi amigo.

Me notaba físicamente aturdido. Era como si hubiese hecho un gran esfuerzo durante horas, o como si acabase de correr una maratón. Por lo demás, mi mente estaba tranquila y no albergaba recuerdos sobre pesadilla alguna. Pensé que el bueno de Bernard había estado equivocado en sus divagaciones sobre las oscuras consecuencias de someterme a aquel experimento onírico, lo cual agradecí profundamente. Por otra parte, fueran cuales fuesen las descabelladas ideas que habían llevado a su agonizante cerebro a creer que hipnotizarme podría servir para mejorar su crítico estado de salud, solo podían tener cabida en la mente de un enfermo cuyos delirios superaron hacía tiempo los pensamientos racionales que un hombre tendría en su sano juicio. Me consolé pensando que, al menos, podría proporcionarle alivio emocional con mi presencia.

Me puse en pie y me acerqué a la cama mientras me masajeaba las sienes para ver si de ese modo lograba despejarme. Mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé que las sábanas estaban echadas a un lado, mostrando un vacío que no parecía posible un rato antes. Supuse que Bernard debía haber acudido a la letrina de la planta inferior, pero pronto deseché esta idea ya que el cubo que descansaba al lado de la cama, dispuesto allí con la intención de que el enfermo no tuviese que esforzarse más de lo necesario, estaba limpio. Del mismo modo resultaba extraño pensar que hubiese acudido al comedor, ya que me constaba que el mayordomo le subía la comida a sus aposentos, como debía ser. 

Recorrí la casa. Cada habitación estaba vacía. Era como si a sus dos únicos habitantes se los hubiese tragado la tierra. ¿Acaso, mientras yo estaba dormido, el estado de mi amigo había empeorado y habían tenido que trasladarlo al hospital? O, peor aún, quizás ya había muerto y el señor Keaten no había tenido la deferencia de despertarme. De ser así, me dije, no le perdonaría jamás semejante negligencia y falta de respeto, por impedir que me despidiera de mi mejor amigo y que atendiera a sus últimas palabras, como seguramente hubiese tenido oportunidad de hacer. Así pues, me arrebujé en mi abrigo y salí a la calle para dirigirme al centro sanitario, que por suerte no se encontraba lejos de allí. Y al abrir la puerta me topé con una nueva visión estremecedora para la que no estaba preparado. Tanto es así que me faltó poco para desmayarme, aunque no quisiera subrayar este detalle, pues me avergüenza mi falta de arrobo en determinadas circunstancias y lo sencillo que resulta alterar mi estado de ánimo.

Las casas próximas habían cambiado completamente. En lugar de construcciones de estilo victoriano de como mucho tres plantas, había edificios de posiblemente doscientos metros de altura y acabados en punta, como obeliscos, con fachadas metálicas y brillantes sin ventanas, que reflejaban el siniestro paisaje compuesto de árboles marchitos de hojas negras creciendo en las aceras de obsidiana, antorchas de fuegos de color verde colgadas de las paredes como sistema de iluminación, parterres de cabezas de diferentes mamíferos (a simple vista se apreciaban las de perros de distintas razas, caballos, ratas y alces, entre otros) plantados a los lados de las puertas de dichos edificios, y ominosas gárgolas erigidas en las esquinas cuyas bocas manaban sangre, la cual formaba arroyos que recorrían la ancha calzada que se perdía en el infinito.  

Cuando conseguí reunir el valor suficiente para moverme, mi mente seguía siendo una papilla inservible incapaz siquiera de hacerse preguntas. Solo puse un pie detrás del otro, sin apenas esfuerzo, a pesar del terror que me embargaba. Finalmente dejé atrás la casa de Bernard. A continuación alcé la mirada. El lugar de donde había salido también era uno de esos edificios grotescos; de no ser por que la puerta de entrada estaba abierta, hubiese resultado imposible diferenciarlo del resto. 

viernes, 12 de enero de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 2



Acudí a la vivienda de mi amigo Bernard, tal y como me había suplicado con enfervorecido ahínco a través de una misiva, en la que me hablaba de una terrible enfermedad que venía sufriendo en las últimas semanas. En dicha carta no me había dado más detalles, simplemente aludía a un mal que le mantenía postrado en su lecho y que le incapacitaba para ejercer tareas tan sencillas y básicas como redactar un escrito, algo que, de hecho, había tenido que dejar en manos de su fiel mayordomo, el señor Keatin. Por todo ello sentía yo una curiosidad desalentadora. No veía cómo podía ser de utilidad para que el restablecimiento de la salud de Bernard fuera posible, tan solo intuía que mi papel en esta historia consistiría en la de ofrecer el apoyo en las últimas y lastimeras horas de quien había sido mi amigo desde que ambos teníamos uso de razón, algo que, tal vez, serviría de algún modo a mitigar su dolor. Pero por otro lado, en un alejado rincón de mi corazón creía en la posibilidad que se me había propuesto. Puede que la razón, como suele pasar en estos casos, estuviera sensiblemente nublada por un atisbo de esperanza al que yo me sometía por temor a enfrentarme a la realidad, esa que nos hace palidecer de espanto son solo atrevernos a imaginarla.

Me recibió el señor Keatin. Su semblante serio y pálido no hacía presagiar nada bueno. Sus rasgos, aunque siempre acentuados por el semblante serio de un hombre entregado al recto servicio de cuidar una casa y a su señor, habían sido siempre, no obstante, el reflejo de un ser afable, de tez clara y mirada cálida de ojos castaños que contribuía a que aquel hogar solitario y semivacío ofreciese a quienes lo visitaban una acogida siempre grata. El mayordomo era un hombre servicial y de modales intachables. Gracias a él nunca faltaba de nada a los invitados ni, como no podía ser de otra manera, al exigente Dioniso que gobernaba la casa, el alocado Bernard eternamente sediento de fiestas y de nuevas compañías. De alta estatura, muy próxima a los dos metros, solía dedicar su sonrisa desde las alturas de su cuerpo delgado y recto, como una vara recién tallada y pulida. Sin embargo, en aquella ocasión, me saludó con los hombros encogidos, como si una carga invisible oprimiese su ser, o la fuerza de unas garras le estuviesen estrujando el cuerpo en un abrazo mortal, y su rostro estaba más ceroso de lo normal, era la cara de un fantasma que acabase de cruzar el umbral del Más Allá para abrirme la puerta. Sus ojos ya no eran leña junto al hogar, sino cáscaras vacías que emitían apenas un fulgor espectral, y su voz era como un gruñido de ultratumba, el rascar de un guijarro sobre una pizarra. 

Pese a su aspecto poco halagüeño, Keatin se mostró igual de diligente que siempre y, tras cerrar la puerta a mi espalda, me pidió que le siguiera escaleras arriba, ya que, y esto son palabras textuales suyas, el moribundo me estaba esperando desde hacía ya demasiado tiempo, más del que prácticamente estaba dispuesto a soportar. Así pues le hice caso, ya que yo también ardía en deseos por conocer la naturaleza de la enfermedad de mi amigo, y si podía hacer algo por remediar su, en apariencia, fatal estado. 

El mayordomo me dejó a solas con Bernard, pero si la figura del sirviente me había provocado un impacto del que aún no había logrado sobreponerme, lo que vi sobre la cama me resultó tan penoso que no pensé que pudiera lograr mantener mis ojos fijos en aquella visión durante más tiempo.

Bajo un puñado de arrugadas sábanas manchadas con el olor característico de la enfermedad y la putrefacción, yacía mi amigo con el rostro apenas visible, solo la mitad superior desde la nariz hasta su pelo, normalmente de aspecto envidiablemente saludable y brillante, ahora grasiento de no haber sido lavado durante semanas e invadido por infinidad de pinceladas blancas; solo algunas manchas negras atestiguaban el antiguo parecido con la obsidiana que siempre le había caracterizado. Su cara no parecía recubierta de piel, sino de una especie de pergamino milenario, arrugado y agrietado, blanco como la cal, que parecía estar a punto de desprenderse de un momento a otro. Sus ojos estaban inyectados en sangre. Sus pupilas eran apenas dos puntos diminutos, como dos estrellas solitarias en un firmamento plagado de nubes. Y sus manos, las cuales asomaban sobre las sábanas, como garfios aguileños recubiertos de callos y estrías, se asemejaban a dos puñados de ceniza capaz de esfumarse en el aire con apenas dirigirles un leve soplido, grises y malformadas, con cinco ramificaciones retraídas que podían recordar, con el uso necesario de la imaginación, a dedos humanos. 

Me arrodillé a su lado, sin saber qué decir ni cómo actuar, sin tener la menor sospecha de si Bernard era consciente de mi presencia, pues sus ojos no se habían movido ni habían parpadeado ni una sola vez desde mi llegada, y de su boca apenas manaba más que una respiración difícil de percibir. Al fin decidí que lo mejor sería anunciarle mi presencia, y así lo hice, entre balbuceos, sin ser capaz de elevar mucho la voz por si el sonido repentino de mis palabras pudiera provocar al moribundo tal sobresalto que significase su muerte. Sin embargo, Bernard reaccionó con parsimonia, entonando unas palabras que, aún a día de hoy, me siguen causando escalofríos, no por aquello que dijo, sino por lo que significó más adelante.

-Sabía que vendrías, Charles, no me has defraudado-susurró, tan débil que tuve que acercarme un poco más para escucharle mejor-. Dentro de pocos minutos vendrá el señor Keatin. Solo te pido que le hagas caso en todo cuanto te indique. No hagas preguntas, no serán necesarias. Yo te diré todo cuanto has de saber, mi buen y fiel amigo. Sufro de una rara enfermedad que me consume día tras día; como puedes ver apenas soy capaz de hablar. Tu aportación para mi recuperación es sencilla: deberás entrar en un sueño profundo, en el que, seguramente, tendrás extrañas y pesadas visiones. No temas, pues al despertar comprobarás que yo vuelvo a ser el gracioso Bernard que recuerdas, y tu único sacrificio será el haber sufrido el acoso de unas cuantas y breves pesadillas. 

No dijo nada más, aparte de añadir un escueto, pero sincero, agradecimiento de antemano por las molestias que me estuviera causando. La verdad sea dicha, no me hacía gracia aquella situación. Nunca me ha gustado someterme a la voluntad de otras personas, sentirme indefenso y a merced de los demás, sabiendo que podrían aprovecharse de mi situación de indefensión. Pero me dije que todo se debía a una buena causa, y que gracias a mi pequeño sacrificio pronto tendría a mi amigo Bernard de vuelta. Lo cierto es que, después de lo aterrador que suponía verle en aquel estado, me dije que sufrir unas cuantas pesadillas no sería nada en comparación al sufrimiento que Bernard debía estar experimentando, así que, pese a mis secretas reticencias iniciales, cuando poco después escuché las pisadas provenientes de las escaleras y que anunciaban la llegada del buen mayordomo, recobré la compostura. Me sometería a la petición de mi amigo. Al fin y al cabo nada tenía que temer de quien, sin duda, habría dado mi vida para que me recuperara de haber estado yo en su misma situación.  

CIELO TINTO

Siempre preferiste el vino a la cerveza, el horizonte rojo de las tardes me lo recuerda. Es como si una copa de tinto se derramase entre las...