miércoles, 3 de enero de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 1



Recuerdo a mi amigo Bernard de los tiempos en que yo era un don nadie y él, con su porte altivo y elegante, acompañado por su estricta educación londinense, tenía sus constantes escarceos con la alta sociedad inglesa, sin llegar a ser un aristócrata. Los dos proveníamos de familias humildes, pero a diferencia de mí, mi buen amigo Bernard había sabido ascender los suficientes peldaños para que la alta sociedad le tuviera siempre en cuenta , sobre todo cuando se trataba de dar vida a las fiestas que, de no haber contado con su presencia, sin lugar a dudas jamás hubiesen estado en boca de todos en días posteriores. ¿Cómo había hecho para llegar tan lejos, aun sin alcanzar a destacar? La verdad, nunca me lo dijo. Su actitud, la mayor parte del tiempo alegre y vivaz, se tornaba esquiva y sombría cuando se me ocurría preguntarle por tales asuntos, como si algún secreto que temiera compartir le atormentase, aunque por aquel entonces yo prefería pensar que simplemente Bernard era de la opinión de que ciertos aspectos de su vida privada no me concernían, a pesar de nuestra larga amistad, la cual nos profesábamos desde nuestra más tierna infancia. 

Todo el que le conocía hablaba de su maestría con las palabras, de su aguzada retórica con la que lograba engatusar a caballeros y a damas por igual, de su sentido del humor con el que se ganaba hasta a los más austeros en dicha virtud, y de un encanto especial que nadie sabía definir con precisión. Sin embargo, cualquiera al que se le preguntase acertaba a decir que su primera impresión al ver al estiloso Bernard difería mucho de lo que, a la postre, acabarían pensando de él. Pues mi amigo era un tipo de rasgos angulosos y tez pálida, con los ojos pequeños y negros, y los pómulos marcados, aquilino, que transmitía con su mirada una gelidez que provocaba escarcha hasta en las flores de la incipiente primavera. Carecía de barba, mas su cabello de obsidiana era generoso y lacio y ondeaba con cada movimiento como si tuviera vida propia, despidiendo reflejos de plata hasta en lugares en los que la luz era más tenue. Además era un personaje esbelto, que vestía capa, sombrero de copa y guantes hasta en verano, como si su sangre estuviera helada o carente de movimiento. No obstante, cuando se les acercaba todos sucumbían a su trabajada personalidad, que siempre definían como seductora. Cuando sonreía, sus dientes deslumbrantes anulaban hasta las más férreas voluntades; cuando susurraba al oído su voz transmitía la sensación de poseer la facultad de levitar. 

Normalmente, mi amigo y yo solíamos vernos una vez por semana, o cada dos, para ir a algún pub los viernes por la noche. Allí era donde yo acababa cuestionándome el motivo de haber concertado una cita con Bernard si al final siempre acababa dejándome solo, con mi cerveza y la visión de él rodeado de jóvenes mujeres, sufriendo de esa envidia que dicen que es sana pero que de sana nada, porque no causa beneficio alguno ni placer. Mientras todo aquello sucedía yo siempre me prometía que algún día le preguntaría acerca de su secreto, cómo hacía para llevarse el protagonismo cada noche. Pero nunca llegué a atreverme. Quizás por el temor a averiguar algo que no me acabase gustando, o simplemente por respeto a Bernard. Algunas veces él alardeaba de que la seguridad en sí mismo era la clave, no obstante eso era algo que cualquiera podría decir, siendo una verdad a medias.

Una tarde de invierno de 1873 recibí una carta. Era, cómo no, de Bernard. Hacía ya casi dos meses que no nos veíamos, algo verdaderamente inusual y preocupante. Tampoco había tenido noticias suyas hasta ese momento, y yo, que me había dicho que debía hacerle una visita por si acaso le ocurría algo de lo que debía preocuparme, había acabado por posponer ese momento debido a un sinfín de compromisos laborales y también personales que, en esa época, me tenían casi tan atado como lo estaría un loco en un centro psiquiátrico con su camisa de fuerza.

 El contenido de la misiva era desconcertante, a la par que apremiante. Decía así:

Mi queridísimo Charles,

Siento no haber dado señales de vida en las últimas semanas. Estarás preocupado por mí, por ello también te pido disculpas. Lo cierto es que me aqueja un mal que me mantiene postrado en mi lecho, por lo cual las palabras que ahora lees no son de mi puño y letra, sino que las estoy dictando a mi buen mayordomo, el señor Keatin. Necesito que vengas con premura, pues sé que tu compañía me dará fuerzas. Eres el único ser de esta tierra en el que me he permitido depositar mi amistad, así que si no sobrevivo, al menos, me gustaría contar con tu compañía en mis últimas horas. Aunque espero no sea así, ya que creo conocer el secreto de la cura de esta enfermedad que me consume. Y solo tú puedes prestarme la ayuda que preciso. Ven pronto, te lo ruego. 

Con mi más profunda gratitud,

Bernard

No lo dudé ni un instante. Me puse la ropa de abrigo y salí de mi casa.

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