domingo, 25 de febrero de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 3



El señor Keatin traía consigo una silla de mimbre en su mano izquierda y una vela encendida, de color blanco, en la mano derecha, además de un semblante carente de expresión que estaba muy lejos de ser capaz de transmitir confianza, cosa muy diferente a lo que había sido propio en el mayordomo hasta hacía poco tiempo. Dejó la silla en el suelo, a escaso medio metro de donde yo estaba, y me indicó con el dedo que me sentara en ella. No me atreví a preguntar qué es lo que tendría que hacer, simplemente me limité a seguir las instrucciones que el señor Keatin me iba dando, obedeciendo a la voluntad de Bernard quien, desde su posición de moribundo, observaba la escena con los párpados prácticamente juntos. 

Una vez sentado, el señor Keatin se arrodilló frente a mí, y mientras acercaba la vela a mi rostro, dejando la llama a poco más de veinte centímetros de mi nariz, extrajo un reloj de plata del bolsillo de su chaleco y dejó que este se balanceara, sosteniéndolo del extremo de la cadena a la que estaba sujeto. Sin poder evitarlo, mi mirada abandonó la imagen de mi amigo Bernard y se posó en la esfera del reloj en el momento en el que éste terminó su balanceo y se quedó completamente inmóvil. La amalgama de estímulos resultante del movimiento de la aguja que marcaba los segundos, junto al sonido del tic-tac y el resplandor titilante de la llama que estaba a su lado, no tardó en producir en mí un efecto de relajación intenso que escapaba a mi entendimiento; era algo que no podía dominar, aunque recuerdo a la perfección cómo en ese momento me decía a mí mismo que debía mantenerme lúcido si quería permanecer a la altura de las circunstancias. Sin embargo ese no era el propósito del mayordomo, quien en voz baja, casi entre susurros, dijo:

-Déjese llevar, Charles. Permita que la calma se apodere de su cuerpo, de sus músculos, de sus huesos, de su torrente sanguíneo… y, sobretodo, de su mente. Relaje su mente, Charles. Observe la aguja y la llama, déjese llevar por las sensaciones que le producen. No piense, simplemente relájese… y duerma, Charles, duerma…

Todo esto lo decía el señor Keatin con un tono de voz sumamente pausado, con una musicalidad que me recordó al sonido que producen las flautas que utilizan los fakires en su famoso truco de encantamiento de serpientes. A pesar de la promesa que le había hecho a Bernard, estuve a punto de echarme atrás porque, de nuevo, la idea de estar sometido bajo la voluntad de otra persona me desagradó enormemente. No obstante yo ya no era dueño de mí mismo, aunque no era consciente de este hecho, y creí estar decidiendo seguir adelante con el proceso al tiempo que la voz de Keatin sonaba cada vez más lejana y notaba mi cuerpo cada vez más pesado, y mis ojos se iban cerrando poco a poco, sin que yo pudiera evitar empezar a dar violentas cabezadas que estuvieron a punto de derribar la vela que sostenía el mayordomo. 

Finalmente cerré los ojos con tanta firmeza que bien podría haber parecido que alguien les hubiese puesto un candado, pero justo antes de que esto pasara alcancé a percibir una imagen que me heló la sangre, aunque aún a día de hoy no estoy seguro de que lo que vi no fuera más que el producto de mi excitada imaginación. Como digo, algo llegué a apreciar sin que la magia del hasta entonces benevolente Keatin pudiera evitarlo, y fue la cara de Bernard saliendo de entre las mantas, revelando unos rasgos que no podían ser humanos; más allá de la piel apergaminada y agrietada como síntoma de la misteriosa enfermedad, me pareció intuir en la parte inferior de su rostro deforme una boca enorme plagada de dientes puntiagudos y afilados y una larga lengua bífida. Pero entonces lo único que pensé era que estaba en mitad de uno de esos sueños terribles de los que Bernard me había advertido, así que  solo pude dejarme llevar por la magia del mayordomo, sin darle más importancia al asunto. 

Todo esto pareció durar apenas un instante. Cuando quise darme cuenta tenía los ojos abiertos y seguía sentado en la incómoda silla que el señor Keatin me había proporcionado. No obstante, debí estar dormido más tiempo del que yo pensaba, y es que, como todos sabemos, en el mundo de los sueños los minutos y las horas transcurren de manera muy distinta a  como lo hacen en el mundo físico. Lo cierto es que la habitación se hallaba en penumbra. Solo el tenue haz de luz del débil alumbrado público que penetraba por la ventana daba un toque de iluminación a la estancia que, con la llegada de la noche, había adquirido un aspecto tenebroso. Además, el señor Keatin se había marchado, dejándome a solas con mi amigo.

Me notaba físicamente aturdido. Era como si hubiese hecho un gran esfuerzo durante horas, o como si acabase de correr una maratón. Por lo demás, mi mente estaba tranquila y no albergaba recuerdos sobre pesadilla alguna. Pensé que el bueno de Bernard había estado equivocado en sus divagaciones sobre las oscuras consecuencias de someterme a aquel experimento onírico, lo cual agradecí profundamente. Por otra parte, fueran cuales fuesen las descabelladas ideas que habían llevado a su agonizante cerebro a creer que hipnotizarme podría servir para mejorar su crítico estado de salud, solo podían tener cabida en la mente de un enfermo cuyos delirios superaron hacía tiempo los pensamientos racionales que un hombre tendría en su sano juicio. Me consolé pensando que, al menos, podría proporcionarle alivio emocional con mi presencia.

Me puse en pie y me acerqué a la cama mientras me masajeaba las sienes para ver si de ese modo lograba despejarme. Mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé que las sábanas estaban echadas a un lado, mostrando un vacío que no parecía posible un rato antes. Supuse que Bernard debía haber acudido a la letrina de la planta inferior, pero pronto deseché esta idea ya que el cubo que descansaba al lado de la cama, dispuesto allí con la intención de que el enfermo no tuviese que esforzarse más de lo necesario, estaba limpio. Del mismo modo resultaba extraño pensar que hubiese acudido al comedor, ya que me constaba que el mayordomo le subía la comida a sus aposentos, como debía ser. 

Recorrí la casa. Cada habitación estaba vacía. Era como si a sus dos únicos habitantes se los hubiese tragado la tierra. ¿Acaso, mientras yo estaba dormido, el estado de mi amigo había empeorado y habían tenido que trasladarlo al hospital? O, peor aún, quizás ya había muerto y el señor Keaten no había tenido la deferencia de despertarme. De ser así, me dije, no le perdonaría jamás semejante negligencia y falta de respeto, por impedir que me despidiera de mi mejor amigo y que atendiera a sus últimas palabras, como seguramente hubiese tenido oportunidad de hacer. Así pues, me arrebujé en mi abrigo y salí a la calle para dirigirme al centro sanitario, que por suerte no se encontraba lejos de allí. Y al abrir la puerta me topé con una nueva visión estremecedora para la que no estaba preparado. Tanto es así que me faltó poco para desmayarme, aunque no quisiera subrayar este detalle, pues me avergüenza mi falta de arrobo en determinadas circunstancias y lo sencillo que resulta alterar mi estado de ánimo.

Las casas próximas habían cambiado completamente. En lugar de construcciones de estilo victoriano de como mucho tres plantas, había edificios de posiblemente doscientos metros de altura y acabados en punta, como obeliscos, con fachadas metálicas y brillantes sin ventanas, que reflejaban el siniestro paisaje compuesto de árboles marchitos de hojas negras creciendo en las aceras de obsidiana, antorchas de fuegos de color verde colgadas de las paredes como sistema de iluminación, parterres de cabezas de diferentes mamíferos (a simple vista se apreciaban las de perros de distintas razas, caballos, ratas y alces, entre otros) plantados a los lados de las puertas de dichos edificios, y ominosas gárgolas erigidas en las esquinas cuyas bocas manaban sangre, la cual formaba arroyos que recorrían la ancha calzada que se perdía en el infinito.  

Cuando conseguí reunir el valor suficiente para moverme, mi mente seguía siendo una papilla inservible incapaz siquiera de hacerse preguntas. Solo puse un pie detrás del otro, sin apenas esfuerzo, a pesar del terror que me embargaba. Finalmente dejé atrás la casa de Bernard. A continuación alcé la mirada. El lugar de donde había salido también era uno de esos edificios grotescos; de no ser por que la puerta de entrada estaba abierta, hubiese resultado imposible diferenciarlo del resto. 

CIELO TINTO

Siempre preferiste el vino a la cerveza, el horizonte rojo de las tardes me lo recuerda. Es como si una copa de tinto se derramase entre las...