martes, 13 de marzo de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 4


Conforme avanzaba por la pavorosa avenida, me daba la sensación de que los edificios me vigilaban al mismo tiempo que me flanqueaban el paso, así como los grotescos parterres y las espantosas gárgolas. Lo peor era que, por más metros que dejaba atrás, no me cruzaba con otras calles. Tampoco había plazas o monumentos, ni detalle alguno que rompiese con la perturbadora monotonía de aquel recorrido, propio de una pesadilla. Quería creer que estaba en mitad de un mal sueño, que en verdad no había despertado y que aquello formaba parte de los efectos secundarios de los que Bernard me había prevenido. Sin embargo las sensaciones se alejaban por completo de las que se tienen cuando se profundiza en el mundo onírico. Era demasiado vívido, excesivamente real, tanto en apariencia como en nitidez en cuanto a que podía hacer uso de los cinco sentidos, algo que en los sueños es imposible, pues siempre que estamos dormidos y cruzamos la puerta del plano astral se nos priva de alguno de ellos. Tanto los colores como las formas que me rodeaban resultaban ser de detalladas texturas; el sonido obsceno de los arroyos de sangre corriendo por la calzada llegaba hasta mis oídos con ominosa claridad; el tacto del suelo con mis pies era tan firme que, si se me ocurría pisar o patear el suelo con demasiada fuerza, no podía evitar experimentar un leve dolor; en el aire flotaba un olor a miel, lilas y jazmín, mezclado con el de flores de naranjo, que resultaba empalagoso, y mi nariz no se libraba de este aroma; en cuanto al sentido del gusto, no tuve oportunidad de ponerlo a prueba, aunque he de decir que, de haber tenido ante mí algún alimento de inmediato hubiera desechado la idea de llevármelo a la boca, pues seguro que cualquier cosa comestible generada en aquel mundo depravado no podía ser saludable. 

Si, como digo, me fiaba de la agudeza de mis sentidos, podía tener la certeza de que aquello era real. Por alguna extraña razón, conforme mis pies me conducían azarosamente hacia algún lugar indeterminado, iba olvidando ciertos detalles de mi propio pasado reciente, detalles que más tarde regresarían a mi cerebro, tales como la existencia del señor Keatin o, inclusive, de mi buen amigo Bernard. 

Empezaba a sumergirme en pensamientos que me asaltaban de improviso, dejándome estupefacto pero, igualmente, dando pie a desarrollarlos. Me preguntaba cómo volver a mi casa. Ahora más que aterrado me sentía desorientado. Me daban igual aquellas formas demoníacas de piedra y los demás elementos dantescos. Cuanto más caminaba más comprendía que, de algún modo extraño, había entrado en una calle de la que no se podía salir, por más que esto sonase incongruente. Lo único que me parecía que podía tener sentido es que, quizás, el punto por el que me había colado en aquella horripilante avenida había sido sellado u ocultado de alguna manera. Quizás alguien se había propuesto hacerme algún tipo de broma, aunque ignoraba el objeto de la misma, y no se me ocurría quién podía estar detrás de semejante inocentada de mal gusto. También llegué a pensar en cuánto había cambiado mi ciudad en tan poco tiempo, probablemente como reflejo de una sociedad decadente y de ideales marchitos, pero no llegué a plantearme siquiera cómo podía ser esto posible ni a razonarlo en lo más mínimo, ya que mi mente, cada vez más deteriorada, solo se limitaba a escupirme ideas sueltas; no era capaz de hacer cuestionamientos complejos. 

Magnitudes tales como el tiempo, que parecía no transcurrir, y el espacio, pues todo era igual sin importar cuánta distancia recorriese, daban la sensación de no tener cabida en ese lugar, y los únicos sonidos eran los de mis pasos (los cuales aceleraba cada vez más), mi respiración agitada y la sangre desplazándose. O, por lo menos, lo fueron hasta que una especie de mugido prolongado hizo que me estremeciera y me detuviera de súbito. Aquel ruido atroz llenó cada rincón del tenebroso paisaje y no pude intuir su lugar exacto de procedencia, aunque solo podía venir de uno de los edificios que me rodeaban, porque a esas alturas me costaba creer que más allá de estas oscuras construcciones hubiese algo. Durante un tiempo (si se me permite hacer uso de esta falacia, ya que, reitero, esta dimensión no existía allí) el corazón pareció que me iba a salir por la boca. Tardé mucho en relajarme. Seguramente porque la tranquilidad que había experimentado desde mi llegada había ayudado a que aquel nuevo ruido destacara mucho más. Pero cuando conseguí serenarme, retomé mi enloquecido paseo mientras me preguntaba quién en su sano juicio tendría un toro o una vaca encerrado en su casa, máxime cuando ésta estaba dentro de un edificio cerrado.

No tardé en escuchar de nuevo aquel mugido; me estremecí porque esta vez lo oí más cerca y con más fuerza, como si lo tuviera al lado. Giré la cabeza a mi derecha y mis ojos se posaron en la puerta de uno de los edificios, la cual estaba abierta. Me pregunté si había llegado al punto de partida, aunque según recordaba (si es que podía fiarme de mi memoria desgastada) la puerta de la que había salido se había cerrado en cuanto había salido de la casa; casa a la que no recordaba por qué había ido, pero eso no me importó en ese momento. Por tercera vez, el mugido vino a hacerme temblar. Sin embargo, por alguna razón que no cabría en ninguna mente cabal, algo me empujó a cruzar el arroyo de sangre y me introduje en el edificio, cuyo interior despedía una oscuridad impenetrable. No obstante me llevé una nueva sorpresa cuando crucé el umbral.
Me había imaginado que estaría en una torre con las paredes surcadas por una escalera de caracol que me conduciría hasta la cima, pero en lugar de eso me encontraba en un nuevo paisaje abierto. Esta vez, en lo alto de una colina carente de vegetación que parecía haber sufrido no hacía mucho las consecuencias de una tormenta de especial virulencia o monzón. Y es que era un enorme montículo de barro. En cuanto puse los dos pies encima me di cuenta de que aquello no era un lodo común, sino que había ido a parar a unas arenas movedizas. Para cuando me di cuenta de mi error fatal y quise reaccionar ya era tarde, pues ya empezaba a hundirme y el barro me trepaba hasta las rodillas; apenas habían hecho falta unos segundos para darme cuenta de que iba a morir allí. 

Mientras luchaba inútilmente por escapar de la fatalidad, pude ver por el rabillo del ojo el cielo violeta y las altas torres como obeliscos que lo pinchaban, a lo lejos. Pero eso no fue todo. Allí, a escasos quince metros, estaba la criatura que me había atraído con su canto infernal.







CIELO TINTO

Siempre preferiste el vino a la cerveza, el horizonte rojo de las tardes me lo recuerda. Es como si una copa de tinto se derramase entre las...