viernes, 12 de enero de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 2



Acudí a la vivienda de mi amigo Bernard, tal y como me había suplicado con enfervorecido ahínco a través de una misiva, en la que me hablaba de una terrible enfermedad que venía sufriendo en las últimas semanas. En dicha carta no me había dado más detalles, simplemente aludía a un mal que le mantenía postrado en su lecho y que le incapacitaba para ejercer tareas tan sencillas y básicas como redactar un escrito, algo que, de hecho, había tenido que dejar en manos de su fiel mayordomo, el señor Keatin. Por todo ello sentía yo una curiosidad desalentadora. No veía cómo podía ser de utilidad para que el restablecimiento de la salud de Bernard fuera posible, tan solo intuía que mi papel en esta historia consistiría en la de ofrecer el apoyo en las últimas y lastimeras horas de quien había sido mi amigo desde que ambos teníamos uso de razón, algo que, tal vez, serviría de algún modo a mitigar su dolor. Pero por otro lado, en un alejado rincón de mi corazón creía en la posibilidad que se me había propuesto. Puede que la razón, como suele pasar en estos casos, estuviera sensiblemente nublada por un atisbo de esperanza al que yo me sometía por temor a enfrentarme a la realidad, esa que nos hace palidecer de espanto son solo atrevernos a imaginarla.

Me recibió el señor Keatin. Su semblante serio y pálido no hacía presagiar nada bueno. Sus rasgos, aunque siempre acentuados por el semblante serio de un hombre entregado al recto servicio de cuidar una casa y a su señor, habían sido siempre, no obstante, el reflejo de un ser afable, de tez clara y mirada cálida de ojos castaños que contribuía a que aquel hogar solitario y semivacío ofreciese a quienes lo visitaban una acogida siempre grata. El mayordomo era un hombre servicial y de modales intachables. Gracias a él nunca faltaba de nada a los invitados ni, como no podía ser de otra manera, al exigente Dioniso que gobernaba la casa, el alocado Bernard eternamente sediento de fiestas y de nuevas compañías. De alta estatura, muy próxima a los dos metros, solía dedicar su sonrisa desde las alturas de su cuerpo delgado y recto, como una vara recién tallada y pulida. Sin embargo, en aquella ocasión, me saludó con los hombros encogidos, como si una carga invisible oprimiese su ser, o la fuerza de unas garras le estuviesen estrujando el cuerpo en un abrazo mortal, y su rostro estaba más ceroso de lo normal, era la cara de un fantasma que acabase de cruzar el umbral del Más Allá para abrirme la puerta. Sus ojos ya no eran leña junto al hogar, sino cáscaras vacías que emitían apenas un fulgor espectral, y su voz era como un gruñido de ultratumba, el rascar de un guijarro sobre una pizarra. 

Pese a su aspecto poco halagüeño, Keatin se mostró igual de diligente que siempre y, tras cerrar la puerta a mi espalda, me pidió que le siguiera escaleras arriba, ya que, y esto son palabras textuales suyas, el moribundo me estaba esperando desde hacía ya demasiado tiempo, más del que prácticamente estaba dispuesto a soportar. Así pues le hice caso, ya que yo también ardía en deseos por conocer la naturaleza de la enfermedad de mi amigo, y si podía hacer algo por remediar su, en apariencia, fatal estado. 

El mayordomo me dejó a solas con Bernard, pero si la figura del sirviente me había provocado un impacto del que aún no había logrado sobreponerme, lo que vi sobre la cama me resultó tan penoso que no pensé que pudiera lograr mantener mis ojos fijos en aquella visión durante más tiempo.

Bajo un puñado de arrugadas sábanas manchadas con el olor característico de la enfermedad y la putrefacción, yacía mi amigo con el rostro apenas visible, solo la mitad superior desde la nariz hasta su pelo, normalmente de aspecto envidiablemente saludable y brillante, ahora grasiento de no haber sido lavado durante semanas e invadido por infinidad de pinceladas blancas; solo algunas manchas negras atestiguaban el antiguo parecido con la obsidiana que siempre le había caracterizado. Su cara no parecía recubierta de piel, sino de una especie de pergamino milenario, arrugado y agrietado, blanco como la cal, que parecía estar a punto de desprenderse de un momento a otro. Sus ojos estaban inyectados en sangre. Sus pupilas eran apenas dos puntos diminutos, como dos estrellas solitarias en un firmamento plagado de nubes. Y sus manos, las cuales asomaban sobre las sábanas, como garfios aguileños recubiertos de callos y estrías, se asemejaban a dos puñados de ceniza capaz de esfumarse en el aire con apenas dirigirles un leve soplido, grises y malformadas, con cinco ramificaciones retraídas que podían recordar, con el uso necesario de la imaginación, a dedos humanos. 

Me arrodillé a su lado, sin saber qué decir ni cómo actuar, sin tener la menor sospecha de si Bernard era consciente de mi presencia, pues sus ojos no se habían movido ni habían parpadeado ni una sola vez desde mi llegada, y de su boca apenas manaba más que una respiración difícil de percibir. Al fin decidí que lo mejor sería anunciarle mi presencia, y así lo hice, entre balbuceos, sin ser capaz de elevar mucho la voz por si el sonido repentino de mis palabras pudiera provocar al moribundo tal sobresalto que significase su muerte. Sin embargo, Bernard reaccionó con parsimonia, entonando unas palabras que, aún a día de hoy, me siguen causando escalofríos, no por aquello que dijo, sino por lo que significó más adelante.

-Sabía que vendrías, Charles, no me has defraudado-susurró, tan débil que tuve que acercarme un poco más para escucharle mejor-. Dentro de pocos minutos vendrá el señor Keatin. Solo te pido que le hagas caso en todo cuanto te indique. No hagas preguntas, no serán necesarias. Yo te diré todo cuanto has de saber, mi buen y fiel amigo. Sufro de una rara enfermedad que me consume día tras día; como puedes ver apenas soy capaz de hablar. Tu aportación para mi recuperación es sencilla: deberás entrar en un sueño profundo, en el que, seguramente, tendrás extrañas y pesadas visiones. No temas, pues al despertar comprobarás que yo vuelvo a ser el gracioso Bernard que recuerdas, y tu único sacrificio será el haber sufrido el acoso de unas cuantas y breves pesadillas. 

No dijo nada más, aparte de añadir un escueto, pero sincero, agradecimiento de antemano por las molestias que me estuviera causando. La verdad sea dicha, no me hacía gracia aquella situación. Nunca me ha gustado someterme a la voluntad de otras personas, sentirme indefenso y a merced de los demás, sabiendo que podrían aprovecharse de mi situación de indefensión. Pero me dije que todo se debía a una buena causa, y que gracias a mi pequeño sacrificio pronto tendría a mi amigo Bernard de vuelta. Lo cierto es que, después de lo aterrador que suponía verle en aquel estado, me dije que sufrir unas cuantas pesadillas no sería nada en comparación al sufrimiento que Bernard debía estar experimentando, así que, pese a mis secretas reticencias iniciales, cuando poco después escuché las pisadas provenientes de las escaleras y que anunciaban la llegada del buen mayordomo, recobré la compostura. Me sometería a la petición de mi amigo. Al fin y al cabo nada tenía que temer de quien, sin duda, habría dado mi vida para que me recuperara de haber estado yo en su misma situación.  

miércoles, 3 de enero de 2018

LA NOCHE ES JOVEN - PARTE 1



Recuerdo a mi amigo Bernard de los tiempos en que yo era un don nadie y él, con su porte altivo y elegante, acompañado por su estricta educación londinense, tenía sus constantes escarceos con la alta sociedad inglesa, sin llegar a ser un aristócrata. Los dos proveníamos de familias humildes, pero a diferencia de mí, mi buen amigo Bernard había sabido ascender los suficientes peldaños para que la alta sociedad le tuviera siempre en cuenta , sobre todo cuando se trataba de dar vida a las fiestas que, de no haber contado con su presencia, sin lugar a dudas jamás hubiesen estado en boca de todos en días posteriores. ¿Cómo había hecho para llegar tan lejos, aun sin alcanzar a destacar? La verdad, nunca me lo dijo. Su actitud, la mayor parte del tiempo alegre y vivaz, se tornaba esquiva y sombría cuando se me ocurría preguntarle por tales asuntos, como si algún secreto que temiera compartir le atormentase, aunque por aquel entonces yo prefería pensar que simplemente Bernard era de la opinión de que ciertos aspectos de su vida privada no me concernían, a pesar de nuestra larga amistad, la cual nos profesábamos desde nuestra más tierna infancia. 

Todo el que le conocía hablaba de su maestría con las palabras, de su aguzada retórica con la que lograba engatusar a caballeros y a damas por igual, de su sentido del humor con el que se ganaba hasta a los más austeros en dicha virtud, y de un encanto especial que nadie sabía definir con precisión. Sin embargo, cualquiera al que se le preguntase acertaba a decir que su primera impresión al ver al estiloso Bernard difería mucho de lo que, a la postre, acabarían pensando de él. Pues mi amigo era un tipo de rasgos angulosos y tez pálida, con los ojos pequeños y negros, y los pómulos marcados, aquilino, que transmitía con su mirada una gelidez que provocaba escarcha hasta en las flores de la incipiente primavera. Carecía de barba, mas su cabello de obsidiana era generoso y lacio y ondeaba con cada movimiento como si tuviera vida propia, despidiendo reflejos de plata hasta en lugares en los que la luz era más tenue. Además era un personaje esbelto, que vestía capa, sombrero de copa y guantes hasta en verano, como si su sangre estuviera helada o carente de movimiento. No obstante, cuando se les acercaba todos sucumbían a su trabajada personalidad, que siempre definían como seductora. Cuando sonreía, sus dientes deslumbrantes anulaban hasta las más férreas voluntades; cuando susurraba al oído su voz transmitía la sensación de poseer la facultad de levitar. 

Normalmente, mi amigo y yo solíamos vernos una vez por semana, o cada dos, para ir a algún pub los viernes por la noche. Allí era donde yo acababa cuestionándome el motivo de haber concertado una cita con Bernard si al final siempre acababa dejándome solo, con mi cerveza y la visión de él rodeado de jóvenes mujeres, sufriendo de esa envidia que dicen que es sana pero que de sana nada, porque no causa beneficio alguno ni placer. Mientras todo aquello sucedía yo siempre me prometía que algún día le preguntaría acerca de su secreto, cómo hacía para llevarse el protagonismo cada noche. Pero nunca llegué a atreverme. Quizás por el temor a averiguar algo que no me acabase gustando, o simplemente por respeto a Bernard. Algunas veces él alardeaba de que la seguridad en sí mismo era la clave, no obstante eso era algo que cualquiera podría decir, siendo una verdad a medias.

Una tarde de invierno de 1873 recibí una carta. Era, cómo no, de Bernard. Hacía ya casi dos meses que no nos veíamos, algo verdaderamente inusual y preocupante. Tampoco había tenido noticias suyas hasta ese momento, y yo, que me había dicho que debía hacerle una visita por si acaso le ocurría algo de lo que debía preocuparme, había acabado por posponer ese momento debido a un sinfín de compromisos laborales y también personales que, en esa época, me tenían casi tan atado como lo estaría un loco en un centro psiquiátrico con su camisa de fuerza.

 El contenido de la misiva era desconcertante, a la par que apremiante. Decía así:

Mi queridísimo Charles,

Siento no haber dado señales de vida en las últimas semanas. Estarás preocupado por mí, por ello también te pido disculpas. Lo cierto es que me aqueja un mal que me mantiene postrado en mi lecho, por lo cual las palabras que ahora lees no son de mi puño y letra, sino que las estoy dictando a mi buen mayordomo, el señor Keatin. Necesito que vengas con premura, pues sé que tu compañía me dará fuerzas. Eres el único ser de esta tierra en el que me he permitido depositar mi amistad, así que si no sobrevivo, al menos, me gustaría contar con tu compañía en mis últimas horas. Aunque espero no sea así, ya que creo conocer el secreto de la cura de esta enfermedad que me consume. Y solo tú puedes prestarme la ayuda que preciso. Ven pronto, te lo ruego. 

Con mi más profunda gratitud,

Bernard

No lo dudé ni un instante. Me puse la ropa de abrigo y salí de mi casa.

CIELO TINTO

Siempre preferiste el vino a la cerveza, el horizonte rojo de las tardes me lo recuerda. Es como si una copa de tinto se derramase entre las...